Hoy me pasó algo muy raro en la universidad. Usualmente logro desprenderme de mis "creencias prefilosóficas", de mis gustos y de mis disgustos --de todo eso que es visceral-- cuando estoy en clase o cuando estoy escuchando o participando en una conversación académica. Claro, hay ocasiones en las que estoy impactado por algo, o sencillamente estoy triste, o también momentos en los que estoy eufórico o alegre o "valemierdista" por x o y motivo, y en esos casos, cruzar la puerta del salón, o pronunciar la primera palabra de mi pregunta, no es el límite final y contundente de mis sentimientos. Pero hoy fue distinto. Estábamos conversando en preseminario sobre la "teoría de la evolución" darwiniana, y hubo un momento en el que comenzamos a discutir sobre el papel del ser humano en el proceso de "selección natural". Hubo un instante en el que pareció llegarse a la conclusión de que, en tanto el ser humano mismo es "producto" del largo proceso de selección natural y es, después de todo, un agente de cambio inmerso en el mundo natural, las acciones del hombre sobre la naturaleza también deben hacer parte de la selección natural. Es decir, que la intervención del hombre en el proceso de selección natural es cualitativamente la misma de la que pudieron tener los dinosaurios. Que somos agentes "contribuyendo" a la evolución de las especies, y que hacemos lo que hacemos porque, al fin: nosotros ganamos. Nosotros somos "más aptos". Y cuando llegamos a eso, tuve que quedarme mudo. No era que no tuviera nada que decir, al contrario, tenía cientos de cosas por decir, quería gritarlas. Quería hablar de la destrucción despiadada de la selva amazónica, que he visto con mis propios ojos. Quería hablar del cóndor enjaulado que vi en Huaráz, en la Cordillera Blanca en Perú; un cóndor que habían batido a golpes para herirlo, atraparlo y venderlo, y que habían salvado de milagro. Quería hablar del armamento nuclear, químico y biológico que los hombres y mujeres más brillantes de nuestros tiempos han contribuido a crear, y que podría acabar en segundos con el planeta, tal como lo conocemos y como cientos de miles de otros seres vivientes lo conocen. Quería hablar de la contaminación atmosférica, del agujero en la capa de ozono, de la contaminación de los océanos, de los pájaros cubiertos con petróleo, de los problemas con el agua potable, de la desaparición de los glaciares, del crecimiento insostenible de la población mundial... en fin, quería explotar con todo eso que --visceralmente-- me angustia, día a día, sobre nuestro planeta, sobre eso que llamamos humanidad, sobre ese fantasma intocable que llamamos "el futuro". Quería mostrar que el impacto del cual somos causa es un impacto drástico, inconmensurablemente drástico, en el sentido de fuerte y rápido, con el impacto que cualquier especie o grupo o individuo que haya vivido sobre este planeta pudo hacer antes de nosotros. Pero me quedé mudo. No podía decir nada, pensé que lo que quería decir no podía ponerse en forma de argumento claro y contundente, que no era más que carreta de "activista ecologista", y no me gustó ese sentimiento, porque en el fondo sabía y sé que no es así, que no es carreta. Sé que puede decirse algo, en el ámbito académico más estricto, sobre una forma distinta de ver las cosas. Sé que hay mucho que decir y que investigar sobre esto, pero en el preciso instante en el que eso ocurrió en la clase me sentí impotente, vacío, inútil. Lo peor fue que salimos a descanso y, cuando volvimos, la hora restante la dedicamos a corregir errores formales en la escritura de la ponencia del día. Hubo un momento en el que me descubrí pensando: "típico. estudiantes de filosofía teníamos que ser."
Ese es tan sólo un tipo de cosas que hacen que me enfrente --visceralmente-- con la forma en la que la filosofía enseña a ver las cosas. Al fin y al cabo, creo, son sólo detalles. Pero en el momento en el que ocurren me parecen tan graves, tan trágicamente graves...
Me gusta escribir aquí las cosas que pienso sin pensar a la vez en cómo podrían refutarme, en los errores y en las consecuencias indeseables que podrían implicarse de lo que escribo. Me gusta escribir aquí también porque al publicarlo deja de ser mío y se vuelve de todos; puedo saber lo que ustedes piensan, lo que quieren decirme. Eso, tan sencillo, es invaluable.