Los últimos días la ciudad me ha acogido con un frío del cual no dejo de sorprenderme. Por las noches se me entumecen los dedos y por las mañanas, a veces, me duele la nariz cuando camino a tomar el bus. Es un frío raro porque no es un frío intenso como el del glaciar o el páramo, ni un frío como me imagino debe ser el del invierno nórdico. No, no es intenso, pero es hostil. Es como si quisiera calar los huesos y obligarlo a uno a meterse entre las cobijas, a mirar sus tenis mojados con desagrado, a abrir la sombrilla con las manos entumidas en medio de la lloviznita que no es lluvia ni es tampoco es que esté escampando.
Pero hoy me pareció bonito. Me desperté y las montañas estaban cubiertas de un gris que otro día me habría parecido de velorio, pero hoy era un gris hermoso. El cielo estaba impenetrablemente blanco y el suelo una pizca mojado.
Hoy el clima me recordó que yo estaba vivo. Que vivo en un mundo de cambio y de misterio, en un mundo que siempre espera con un montón de sorpresas, de incertidumbres, de dudas, de asombros. Volví a atrapar lo que se me estaba escapando de entre las manos, volví a querer ser como me imagino en mis sueños.
Me acordé de las montañas nevadas y los cóndores y del planeta asombroso que aguarda un paso afuera de mi puerta. Me reconcilié con la idea de buscarle significado a todo y, a la vez, de olvidar esa búsqueda a veces, de dejarse entregar.
Al final el ardor que consumía la boca de mi estómago comenzó a desaparecer.
Estoy esperando lo que el sol tenga por decirme.
Eso me alegra y me da fuerzas para continuar.