Monday, February 16, 2004

Ayer vi el sol brillar sobre las verdes (y las de más arriba, doradas) cumbres del santuario de fauna y flora Iguaque. Una ligera niebla se colaba entre las ramas de árboles que parecían a mis ojos centenarios. Mi nariz recibía una aire fresco, cargado del olor de lo intocado e intocable, mis ojos se esforzaban por ver esa atmósfera invisible que flotaba por encima de la manta verde, y mis oídos vibraban con las apacibles notas de un pájaro tres pies que me llamaba a la distancia. Ayer me volví a dar cuenta de que mi lugar está en el bosque, en lo verde, en lo que está vivo y puro; me dí cuenta de que mi vida en la ciudad es tan sólo un escalón necesario para llegar a una meta distinta, que aún no puedo ver...

Al ver a una niña de un colegio bogotano fumando sobre la terraza del refugio rodeado de bosque y de aire y de no-ruido, y apagando la colilla contra la madera, y lanzándola al verde bajo mis pies, no me inundó la rabia ni la desesperanza, sino un suave cosquilleo, una vaga sensación de ese miedo que lo impulsa a uno a hacer cosas por una causa que no sabe cómo justificar sino con ese ardor de la boca del estómago.