la lluvia entre la vigilia y el sueño
Aún sentía su tibieza bajo el cubrelecho cuando entré en ese liviano estupor en el que es imperativo mantener los ojos cerrados. Los sonidos que sabía provenían de afuera comenzaron a invadirme, poco a poco, incrementando en número y en detalle a medida que los segundos se amontonaban y mi concentración se disipaba. Permanecí quieto, un paso antes de entrar al otro lado, al otro estado, ése que mi memoria no puede penetrar y que justo por ello no parece ser mío (aunque, a veces, por lo mismo parece serlo completamente). Comenzó a llover torrencialmente. Al principio intenté que el siseo de miles de gotas indistinguibles me arrullara, pero con la inundación del sonido vino la avalancha de imágenes: un muro de agua que, movido sin discreción por el fuerte viento, golpeteaba al fin el piso decenas de metros más abajo, un muro de agua que zarandeaba entre mi cabeza según mi voluntad y que, al fin, caía al fondo sobre un telón negro. Me imaginaba con extrema precisión las pocas gotas que caían sobre el vidrio y que se deslizaban en pequeños riachuelos, acelerándose a medida que se juntaban, y que a su vez se deslizaban por el espejo transparente que había construido para que la lluvia se multiplicara miles de veces, en un diluvio sobre un abismo sin fondo. Entre la vigilia y el sueño: allí donde el mundo pone los ingredientes y la fantasía la acción.
Fue entonces cuando comencé a escuchar las voces. Como siempre, eran mensajes de tristeza, si no lamentos, suspiros pronunciados. El hecho de que no recuerde ninguna ni tenga una pista de quién las emitía señala que ya debía estar más del otro lado que de éste, pero las voces no eran voces soñadas. Como la lluvia, era el mundo el que las ponía allí dentro. Lo último que recuerdo antes del instante en que desperté, que ocurrió quizá algunos pocos minutos después, es una dulce ansiedad al descubrir que ya iba a entrar al otro lado y que, inevitablemente, entraría solo. Confirmé, ahogado en el siseo de las gotas y el murmullo de las voces, que aún allí era yo mismo mi propio límite, y que sólo su tibieza podía venir conmigo, como un diminuto trozo que había logrado fundirse, desapercibido ante el apabullante dominio de los sonidos y las imágenes.
Poco después de abrir los ojos noté que había dejado de llover.
escucho: My Funny Valentine [Album Version Edit], Big Muff / Hotel Costes, Vol. 1: Café Costes, mixed by Stéphane Pompougnac