Último día en Bogotá, el vuelo, llegada a París
En la mañana me dediqué a cuadrar asuntos de última hora. Andre llegó sorpresivamente temprano a mi casa y me acompañó a comprar un gorrito térmico muy bonito que cargaré todo el otoño y el invierno sobre mi cabeza, y me ayudó a empacar todos los CDs de música y programas que traje (mp3, incluyendo muchos discos de Café del Mar, Rata de dos patas y Cariñito, todos mis CDs de Floyd, Buena Vista, Guafa Trío (quemado originalmente de un disco de Bloom), CorelDraw12, Photoshop, Dreamweaver... etc. etc.). Después de mucho ajetreo, de despedirme de chaic & chaic y de un almuerzo de pescado frito con plátano con bocadillo y queso y ensalada típica, estaba parado frente al counter de Air France en el Aeropuerto El Dorado. Es el mejor check-in que he tenido en mi vida. (Además, no me revisaron las maletas desde que las cerré a presión en mi casa hasta París. Amén. Si un agente hubiera querido abrir la grande, le habría dicho: “Listo. Vea, mi avión sale en tantos minutos. Lléguele que yo espero a que usted vuelva a guardar todo igualito y la cierre. Viel Glück.”) Por otra parte, lamentablemente habían reservado ya todas las ventanas del avión, y ni siquiera mi estatus de miembro del club de viajeros frecuentes “Flying Blue” ni mis pocas habilidades de coquetería con la mujer del counter tuvieron éxito para obtener una. Aquellos de ustedes que conozcan mi naturaleza geek podrán suponer que me encanta volar en avión y, especialmente, estar frente a una ventana y ver todos los movimientos del ala y las formas de las nubes y el azul más oscuro del cielo y las gotitas que se congelan sobre el vidrio y los detalles en el suelo, y emocionarme al ver que estoy más alto que lo que estaría en la cima del Everest. Pero bueno, ya en el vuelo me di cuenta de que, en últimas, el puesto en el pasillo era ventajoso porque podía levantarme todo lo que quisiera sin molestar a nadie.
La despedida con mi familia cercana fue muy bonita. Espero que a mi querida madre no le esté dando muy duro el hecho de que todos sus polluelos ya hayan salido volando del nido. Al menos éste volverá en enero.
Mi emoción al entrar al in-bond (a propósito, alguien sabe por qué se llama así? Se llama así?) y a la sala de embarque internacional fue, como siempre, muy grande. Me prometí que intentaría cruzar esa puerta muchas más veces en mi vida (“vi tú a saber cómo...”). El avión que emprende el vuelo más largo desde Bogotá es un hermoso Airbus A340-300.


Minutos después vi a Manuela esperándome y mi corazón dio un brinco y se me enlagunaron los ojos. Tenía puesta una falda azul nueva muy bonita que verán en fotos posteriores. Llevaba muchos días esperando ese momento, y fue aún más bonito de lo que imaginaba. Finalmente, estábamos nosotros dos, montados en un bus con destino al centro de París, respirando una aire que parecía de mentiras, viviendo un sueño sabiendo que estábamos despiertos...
(continuará... con más sabor)