Tiempo acelerado, tiempo detenido
El tiempo en Alemania corre al doble de rápido. Es un fenómeno al que cuesta adaptarse: una tarea que en Bogotá me toma media hora o menos, aquí me toma mínimo una hora. Para revisar el correo electrónico en un café internet en el centro, por ejemplo, así sólo sea para leer los mensajes que me han llegado, me toma al menos una hora, si no más. Claro, el segundero de mi reloj parece moverse exactamente a la misma velocidad de siempre.
Estoy convencido de que una de las causas de este sorprendente (y a veces extenuante) fenómeno es una especie de conciencia colectiva del valor del tiempo. Todo el mundo aprecia hasta el último segundo de su día. Todo el mundo tiene sus relojes sincronizados al segundo. Cuando las tiendas y droguerías dicen que cerrarán a las 20:00, quiere decir que a las 19:59 están los trabajadores parados en la puerta y las 20:00 en punto la cierran. Si el bus o el metro tiene dos minutos o más de retraso, la gente comienza a ver su reloj angustiada cada 30 segundos y a arrugar la frente. Si el bus llega tarde y por eso uno pierde una conexión teóricamente posible con otro bus o con un tren, puede decirle al conductor que llame a la estación y que haga esperar al tren (lo cual es posible a menos que la demora sea, a juicio del jefe de estación, excesivamente grande).
Y esta sorprendente (aunque muchas veces también abrumadora, para quienes como yo se fijan innecesariamente en pequeños detalles y son además adictos al engoblamiento), sorprendente conciencia del tiempo se extiende a días, a semanas, a meses: todo el mundo (supongo que desde más o menos los 16 años) tiene una agenda personal. Si uno va a invitar a alguien a cenar, la situación puede resultar siendo la siguiente: "Qué vas a a hacer el miércoles en tres semanas a las 19:30? Ya tienes un compromiso? Vale, qué vaina... y el lunes siguiente, a las 20:00?".
Al comienzo uno puede pensar que tal organización del tiempo conlleva un mayor aprovechamiento del mismo y, por ende, también la sensación de que uno ha hecho más en menos tiempo. Pero lo que ocurre es justamente lo contrario. Y lo peor es que la "velocidad del tiempo" (si se me permite usar un término tan incomprensible para los físicos) aumenta a medida que pasan las estaciones: en invierno amanece mucho más tarde y atardece más temprano, uno llega al trabajo de noche y sale del trabajo de noche, y cuando es de noche uno tiene la sensación de que el día ya pasó, de que faltó hacer x y y y z. Ésta es una de las muchas razones por las que este blog se ha paralizado. Otra es quizá que aún no tengo la habilidad de adjudicar una hora y media cada tercer día para ir al centro y escribir. Otra es, probablemente, pura falta de voluntad.
Mientras tanto, en Las Alpujarras, unos pueblos blancos inmersos en las alturas de la Sierra Nevada, cerca a Granada en el sur de España, la situación es diametralmente opuesta. El tiempo se detiene a medio día. Todas las tiendas cierran entre las 12:00 y las 16:00 (hay que almorzar y tomar la siesta, hace calor). Pero entonces uno puede hacer (o al menos sentir que hace) infinidad de cosas en un día.
Quizá este tipo de experiencias confirman que el establecimiento de absolutos (tales como el tiempo) es una especie de ilusión, sin duda en ocasiones necesaria (por ejemplo, para que los trenes no se estrellen), pero no por ello tendiente a proveernos mayores alegrías y mayor tranquilidad.
escucho: Muchas personas hablando en turco.

